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El odio más antiguo

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Álvaro Ojeda

LOS PUROS, esbeltos funcionarios,están sentados deliberando. Comen, beben, fuman, ríen. La mesa gigantesca que los reúne es de roble o de caoba y ha sobrevivido intacta a todas las rapiñas, a todas las usuras del paso del tiempo. Parece estar siempre a la orden, lista, bien servida. La mansión es señorial y pertenece a la alta burguesía del país más próspero y desarrollado del mundo. La localidad donde se representa la tragedia se llama Wannsee y es un balneario al norte de Berlín.

El país es Alemania y está en guerra desde hace más de dos años. Corre el mes de enero de 1942. Los dignos, esbeltos funcionarios, están presididos por el SS- Obergruppenführer Reinhard Heydrich y tomarán decisiones trascendentales para toda la humanidad poco antes de que caiga Moscú y de que los Estados Unidos puedan volcar la guerra en favor de los aliados. La decisión esencial que toman los magnos, esbeltos funcionarios, consiste en borrar de la faz de Europa a todos aquellos seres que consideran inferiores: judíos, gitanos y enfermos mentales. Seres inferiores a los que han ido acorralando y aislando, como prueba eficiente de la superioridad de la raza aria. No es sólo una carnicería planificada, es una cruzada y no comenzó con los perfectos, esbeltos funcionarios nazis. En rigor, tampoco finalizó con la derrota del Tercer Reich. El estadounidense William Schockley, Premio Nobel de Física en 1956, aconsejaba la esterilización de los negros para que no se transmitiesen sus genes inferiores al resto de la población. En 1968 en Birmingham, Inglaterra, el político conservador Enoch Powell propuso: control estricto de la inmigración, medidas para la repatriación de los inmigrantes y una suerte de reagrupamiento o concentración en sus países de origen.

Si estas medidas no se llevaban a cabo, Powell profetizaba un baño de sangre en todo el Reino Unido. Resulta bastante sencillo adivinar quién lo provocaría.

Son sólo dos ejemplos del carácter transitivo del racismo. Las víctimas pueden ser judíos, negros, latinos, asiáticos, europeos del este, inmigrantes en general. También pueden ser considerados inferiores, prescindibles, utilizables, diferentes. Sobre este carácter de permanente mutación, de perpetuo acomodamiento, de funcionalidad histórica que implica el concepto de racismo, trabaja el sociólogo francés Michel Wieviorka en su estremecedor libro El racismo: una introducción.

Definiciones. En la introducción de su ensayo, Wieviorka coloca los mojones que limitarán el terreno del debate. El común denominador es la fragmentación. Crisis industrial, agotamiento de los movimientos obreros tradicionales, instituciones e ideologías en retirada, culturas enfrentadas en convivencia forzosa y medios de comunicación al servicio del éxito económico.

En este contexto ensaya una primera definición de racismo: "consiste en caracterizar un conjunto humano mediante atributos naturales, asociados a su vez a características intelectuales y morales aplicables a cada individuo relacionado con este conjunto y, a partir de ahí, adoptar algunas prácticas de interiorización y exclusión."

Es una definición funcional e histórica. No hay siquiera una mención al concepto de bárbaro que aplicaban los griegos a todo extraño a la ciudad-estado. El objetivo no es un relevamiento antropológico del racismo, el objetivo es establecer la base desde donde el racismo triunfa.

El llamado "racismo científico" hace su aparición a fines del siglo XVIII y se consolida en el XIX. Pertenecer a una raza implica poseer una serie de atributos naturales, biológicos y culturales. La filósofa Hannah Arendt encuentra las raíces de esta postura racista en fenómenos tan disímiles como el terror de la aristocracia francesa a perder sus prebendas ante la burguesía, la exaltación nacionalista de los terratenientes alemanes y el imperialismo inglés. El escenario de fondo es la consolidación de las naciones europeas y la expansión colonial.

Más tarde llegó Hitler al convite. Para Wieviorka el aporte de los nazis supone más una manía clasificatoria aplicada al racismo preexistente -las intrincadas leyes de Nüremberg y sus vericuetos legales para separar lo puro de lo impuro- que una innovación.

Pero el proceso no se detiene. El "racismo institucional" fruto de la reflexión de los militantes del movimiento negro Stokely Carmichael y Charles V. Hamilton en 1967, aporta un nuevo sesgo al tema. En su libro Black Power: the Politics of Liberation in America, los autores distinguen entre el racismo como respuesta individual y el funcionamiento efectivo de la sociedad como una suerte de ente racista que no necesita de teorías de tipo alguno. No hay escapatoria para una sociedad estructurada desde el racismo. Tampoco hay responsabilidad individual.

El último escalón en este renovado racismo finisecular es el "racismo cultural" que ha llegado para quedarse. Es un racismo fundado en la diferencia: lengua, tradiciones, costumbres, cultura en el sentido más amplio del término. Por supuesto que trafica con las formas de racismo antes mencionadas pero posee un carácter casi legal. Se camufla en el respeto a las costumbres de las corrientes inmigratorias y desde allí opera impunemente. Este racismo actualizado, estribaría en el reforzamiento de un criterio de diferenciación dentro de un marco de fragmentación creciente de las sociedades, que ya no necesita de una ciencia cómplice para justificarse.

Raíces. En La semilla de la barbarie, ensayo del historiador Enrique Moradiellos (Oviedo, 1961), la visión sobre el racismo se centra en el Holocausto. Subyace en esta palabra una cuestión de significados nada menor. El término Holocausto es utilizado por primera vez en la década del 50 y remite a un texto bíblico. En el Antiguo Testamento más precisamente en el Levítico, se entiende por Holocausto un tipo de sacrificio de animales mediante el fuego. La asociación es obvia pero peligrosa: puede presentarse el Holocausto como un hecho inherente a la práctica religiosa judía. De allí la utilización de la palabra hebrea Shoah que posee una serie de acepciones precisas: catástrofe, devastación, calamidad. Las precisiones no acaban. Moradiellos escribe: "El vocablo raza, en castellano y en el resto de las lenguas romances y europeas (race en francés e inglés; razza en italiano; raca en portugués; rasse en alemán) es una palabra relativamente moderna. Procede del término latino clásico ratio, rationis, (cálculo o cuenta pero también índice, modalidad, especie, naturaleza). No procede, por tanto, del término igualmente clásico radix, radicis, (raíz, origen), ni tampoco del vocablo longobardo raiza, del que se deriva en alemán antiguo reiza (línea, linaje)." La filología descubre el uso moderno de la palabra raza en los siglos XV y XVI asociada al defecto, porque raza alude a una falla en cierto tipo de tejidos. En este punto la imagen textil es tomada por el naturalista Linneo para sus clasificaciones biológicas. Un giro lingüístico interesante. Si hay razas, si hay descripciones de las mismas según sus fallas, y si unas son superiores a las otras, la senda está trazada. Sólo falta que alguien dé un paso profiláctico. Controladas las palabras, Moradiellos inicia un viaje a la semilla en busca de ese paso profiláctico, y lo hace desde la consolidación nazi. La tarea abarca la primera sección del libro y no por conocida resulta menos feroz. El nazismo hace del judío un parásito sin posible redención y aplica en su exterminio todas las técnicas que el desarrollo tecnológico permite.

Si Hitler poseía una idea consolidada sobre la llamada "solución final" cuando publicó en 1925 su pastiche Mi lucha o si, por el contrario, la inmensa judería con la que se topó al invadir Polonia y la URSS, lo obligó a descartar la simple expulsión y pasar al exterminio, poco importa. Todo comienza y finaliza en Wannsee. En las otras dos secciones del ensayo Moradiellos repasa con maestría el largo camino hacia la Shoah. Un pueblo monoteísta frente a una cultura politeísta. Un Dios único y perfecto contra una multitud de dioses corruptos. Un pueblo irreductible y orgulloso de sus creencias y de su tradición que es deportado en innumerables ocasiones y acusado, paradójicamente, de no poseer raíz en parte alguna. Para peor, estos asesinos de Cristo, dedicados a las tareas que los demás pueblos consideraban despreciables, prosperan. Sólo cabe esperar la revancha feroz en cuanto alcen su cabeza del polvo al que han sido arrojados. Hiela la sangre esta declaración del presidente iraní Mahmud Ahmadineyad sobre la Shoah transcripta por Moradiellos: "En Europa hay dos opiniones. Un grupo de científicos -en su mayoría con motivaciones políticas- dicen que el Holocausto existió. Pero entonces hay el grupo de científicos que representan otra opinión y por ello en su mayoría están encarcelados." Existe un millón y medio de fotografías oficiales y privadas que certifican ese dudoso Holocausto.

Judeofilia. Acaso el procedimiento probatorio utilizado por el sociólogo francés Pierre-André Taguieff en su libro La nueva judeofobia, sea su peor enemigo. Taguieff establece una correspondencia interesante entre la defensa del nacionalismo palestino y el ataque a los Estados Unidos que se abre paso en la opinión pública mundial al fin de la llamada "Guerra Fría". Resulta por lo menos paradójico que la única causa nacionalista que se defienda con tanto ardor en el siglo XXI, sea la palestina. En este supuesto, la imperturbable alianza estadounidense-israelí abre un flanco por el que se cuelan los viejos mitos racistas. A poco que se repasen las innumerables citas de las cuatro secciones del libro, cualquier mente abierta descubre que detrás de la alianza inconmovible entre ambos estados, asoman increíbles apelaciones a una supuesta inexistencia del Holocausto de los judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Otras argumentaciones son más discutibles. Que esa entidad que Taguieff no logra definir y a la que llama "izquierda internacional", sustituya la lucha armada en América del Sur por una especie de judeofobia militante, resulta surrealista. Quizás el autor caiga en la propia trampa que denuncia. Quizá confunda dos tipos de ceguera: la palestina y la israelí. Quizá no haya leído debidamente el texto que él mismo cita de la periodista Monique Canto-Sperber: "Ninguna explicación por las causas sociales o psicológicas, ninguna explicación por los fines, puede modificar la calificación moral de lo que es el acto de linchar o de matar." El lector siente que denunciar esta maniobra velada de negar la barbarie nazi, excusándose en los asesinatos cometidos por el estado de Israel, necesitaba otra escritura menos sesgada. Una escritura que no fuera un ejercicio paralelo pero en sentido contrario. No es escribiendo un difuso ensayo anti-palestino que se contribuirá a eliminar el profundo oprobio del racismo, tan vigente, tan efectivo, tan imbécil.

LA SEMILLA DE LA BARBARIE. Antisemitismo y Holocausto, de Enrique Moradiellos. Península, 2009. 287 págs.

LA NUEVA JUDEOFOBIA, de Pierre-André Taguieff. Gedisa, Barcelona, 2009. 254 págs.

EL RACISMO: UNA INTRODUCCIÓN, de Michel Wieviorka. Gedisa, Barcelona, 2009. Todos distribuidos por Océano.

Los de siempre

HACIA EL FINAL del siglo XIX, en un clima intelectual en el que las ideas de Herbert Spencer se entremezclan con las teorías de Charles Darwin sobre el origen de las especies, el `darwinismo social` promueve ideas racistas, en realidad muy alejadas del pensamiento de Darwin: allí donde él se interesa por el cambio y la evolución mediante la selección natural, Spencer pone de relieve las características fijas de la raza que autorizan, según él, que un grupo racial se mantenga mediante luchas eliminando los especímenes impuros. Francis Galton, primo de Darwin, se convirtió en el promotor del eugenismo que anima distintos debates, entre ellos de la Sociological Society of London, en los que participan, sin adherirse necesariamente a sus opiniones, figuras tan prestigiosas como Max Nordau, Bertrand Russell, Ferdinand Tönnies, George Bernard Shaw o H.G. Wells. Galton jerarquiza las poblaciones negras y blancas en 24 grados, desde A (abajo) hasta X (arriba), y considera que los grupos E y F de los negros apenas corresponden a los grupos C y D de los blancos. Otto Amon, en Alemania, o Houston Stewart Chamberlain, cuñado de Richard Wagner e hijo de un almirante británico instalado en Dresde, se preocupaba por el caos de las razas o la influencia de los judíos en la política, el derecho, las letras y la vida económica. En Estados Unidos, los dos primeros tratados de sociología, publicados a mediados del siglo XIX, el de Henry Hughes tanto como el de George Fitzhugh, pretendían justificar la esclavitud; y las ciencias sociales, con Ellwood, Grove S. Dow y muchos autores, especialmente en las primeras entregas del American Journal of Sociology, desarrollan un racismo que se centra en dos temas principales: por un lado la cuestión negra, y por otro el de la inmigración, que preocupa cada vez más a la población estadounidense a partir de principios del siglo XX."

(Tomado de El racismo: una introducción, de Michel Wieviorka).

Verdugos asumidos

UNA DE LAS CARTAS particulares que se hicieron eco de las matanzas en curso durante el nazismo sería remitida a su hermana por un soldado regular alemán de 27 años el 20 de mayo de 1942. En la misiva el cabo Heinz afirmaba sin pudor alguno: "Vamos a vencer y tenemos que vencer; si no, tendremos problemas. La canalla judía mundial se vengaría salvajemente de nuestro pueblo, ya que aquí han sido ejecutados cientos de miles de judíos, para dar al mundo paz y tranquilidad. Un poco antes de llegar a la ciudad donde estamos hay dos fosas comunes masivas. En una yacen 20.000 judíos y en la otra 40.000 rusos. Al principio eso impresiona; pero cuando se piensa en la gran idea, entonces debe creer uno mismo que era necesario. En todo caso, las SS han hecho un gran trabajo y hay mucho que agradecerles."

(Tomado de La semilla de la barbarie, de Enrique Moradiellos).

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