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Hotel Luciano Scott (Antártida)

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Alberto Chimal

HORACIO KUSTOS conversó con Sergio Schiavoni, director de Relaciones Públicas del hotel, en el bar del lobby. No tardó en saber que Schiavoni era argentino y que sabía, de primera mano, de las camas.

—Cuando desperté —dijo el señor Schiavoni—, estaba en el hotel Luciano Canción de Camagüey, Cuba.

—¿Qué dice?

—Y, estuvo cerrado por varios años, pero ya eran los tiempos en los que la isla se abría nuevamente al turismo...

—¡Pero usted se había ido a acostar en el Luciano Los Toldos, en Argentina!

—Ah, ya entiendo, usted se asombra de eso. Sí. De Los Toldos a Camagüey.

—¿Pero cómo...?

El doctor Luciano (explicó Schiavoni) había sido un científico extraordinario: de los últimos inventores originales, con iniciativa individual, en esta era de grandes corporaciones. Amigo de Einstein, de Ramanujan, de Hawking, su principal interés había estado en los medios de transporte; como era millonario, y por lo tanto podía ocuparse de lo que le viniera en gana, como los antiguos investigadores dilettantes, se había puesto a pensar en una cuestión que casi nadie consideraba: las implicaciones últimas del ideal de los transportes eficientes.

—Todo medio de transporte, al menos según la definición tradicional del término —explicó el señor Schiavoni—, requiere algún elemento de control: debe ir por cierta ruta hacia un destino determinado. ¿Se da cuenta de qué restrictiva, qué pragmática, en el peor sentido, es semejante idea? ¿Dónde quedan el azar, el misterio, la excitación de lo nuevo...? El doctor Luciano comprendió que aquella limitación insensata era un signo de la decadencia de la cultura mundial.

En cuanto a Schiavoni, que en aquel día ya tan lejano sólo se proponía pasar la noche fuera de casa, después de una pelea con sus padres, le habían asignado aquella cama por error: la cadena hotelera Luciano, explicó, tenía como política no obligar a nadie a abandonar el pragmatismo ni el aburrimiento de un viaje planeado, y para tal efecto tenía camas normales en todos sus hoteles. No menos de cinco en cada uno.

—Dormí, lo recuerdo, como un bebé. Y cuando abrí los ojos...

Había comenzado a trabajar para la cadena con el fin de ahorrar para un boleto de avión.

—Primero quise regresar como había llegado, pues había sido transportado allí sin mi consentimiento y creía merecer un viaje gratis de regreso. Pero de Camagüey pasé a Kostroma, Rusia, y de ahí a Oxnard, California, y de ahí a Puntarenas, España... Al azar, que es como se gobiernan las camas en cuanto usted se entrega a ellas, no es posible elegir. Por terquedad, estuve saltando de un lado a otro por más de un año. Luego me gustó esta vida y ya no quise volver a Los Toldos...

En realidad, agregó, los hoteles Luciano eran un desastre financiero, pero continuaban, por indicación expresa del doctor Luciano en su testamento, como un servicio para la humanidad.

—Yo no sé cómo funcionan las camas, ni creo que nadie lo sepa salvo los de la fábrica, que se encuentra en Noruega y está custodiada por perros, ametralladoras y vaya a saber qué más. Pero lo que importa es tan simple como esto: la posibilidad de viajar, por todo el mundo, a donde nunca, escuche bien, a donde nunca se había creído poder llegar. Descubrimientos, incógnitas, maravillas. Y además procuramos elegir sitios menos obvios, menos concurridos, alejados de las principales rutas turísticas y comerciales... De seguro nunca había pensado en pasar, por ejemplo, un día en la Antártida, ¿verdad?

—No. Cuando di con el hotel ya pensaba que no existía, que el rumor era falso y que iba a morir congelado.

—Entonces no creo que le guste nuestra pista de carreras para deportistas recios... Pero tenemos también visitas guiadas en carros con clima artificial, a la tumba de la expedición británica de 1912..., o al polo propiamente dicho, si no se siente de ánimo morboso..., y también el único bar en el mundo que sirve picaditas..., ¿tapas, botanas?, botanas de..., no recuerdo cuál es el nombre... Es una comida esquimal. Grasa concentrada y carne. Increíble. Dos o tres bocados y no hay que comer nada más durante todo el día.

Cuando por fin llegó a su cuarto, Horacio Kustos se desvistió y se quedó mirando la cama. La colcha estaba estampada con la reproducción de un mapa antiguo. La cabecera era de madera tallada, y representaba a un ángel. Un trabajo precioso. Probó el colchón: era de agua y se dejaba acariciar, cedía casi como una cosa viva. Se sentó en él y descubrió que estaba muy cansado. Pero dudó, pues el señor Schiavoni se había despedido de él con un abrazo muy fuerte, como si no esperara volverlo a ver.

Dejémoslo allí, caviloso, mientras pasan los minutos.

El autor

ALBERTO CHIMAL nació en Toluca (México) en 1970. Se ha especializado en el cuento fantástico, género poco cultivado en su país. Publicó: El rey bajo el árbol florido (1996), El secreto de Gorco (1997), Gente del mundo (1998), El ejército de la luna (1998) y El país de los hablistas (2001). Este cuento forma parte de Estos son los días, libro que obtuvo el Premio Nacional de Cuento San Luis Potosí 2002.

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