Publicidad

El cómic de la realidad

Compartir esta noticia

Mercedes Estramil

PEDRO JUAN Gutiérrez le pone un buen fin a su ciclo de novelas sobre Centro Habana, y es un doble alivio. La repetición ya se hacía sentir, y la despareja narrativa de ese ciclo solía alternar libros buenos y ejercicios bastante pobres que desmerecían la fama de este nuevo "desengañado" del Sueño de la Revolución Cubana, que espera tranquilamente el fin, viviendo dentro de la isla pero publicando en España. Las peripecias que sufrió Reinaldo Arenas para sacar sus manuscritos del país no parecen pesar sobre él, quizá porque la suya no es la literatura de un gay, o porque su marginalidad crítica tiene otros contornos, o simplemente porque no le llegó la hora.

La Trilogía sucia de La Habana (1998) fue la carta de presentación internacional para quien era un desconocido poeta cubano. Esa autobiografía ficcionalizada y en tiempo presente, donde los referentes reales y la pura invención se mezclaban, tenía el ingrediente básico para abrirle las puertas en el exterior: desmitificaba el paraíso. Detrás de los sueños revolucionarios y del culto al héroe, detrás de la resistencia al imperialismo yanqui, detrás de las hermosas playas tropicales y de la fama lujuriosa del cubano, venían el hambre, los suicidios, los edificios en peligro de derrumbe, el mercado negro de productos básicos, las jubilaciones miserables, la suciedad, la queja soterrada, la prostitución extendida, y sobre todo eso, planeando como un buitre, la "nada cotidiana", expuesta con mucha más contundencia de la que le dio Zoé Valdés en su mejor novela.

STRIPTEASE. Nacido en 1950, en Matanzas, Gutiérrez es hoy un cincuentón musculoso con pinta de duro, que hace ejercicios y ostenta algún tatuaje. Antes de meterse a novelista fue cortador de caña, vendedor de helados, dibujante, locutor de radio, instructor de natación, técnico en la construcción y periodista. De alguno de esos oficios da cuenta en su literatura. El Pedro Juan de la Trilogía hacía "un periodismo malsano y cobarde, lleno de concesiones, donde me censuraban todo, y eso me angustiaba porque cada día me sentía más como un mercenario miserable, con mi ración diaria de patadas en el culo". Con esa novela de madurez comenzó un parto de conciencia, una zambullida en la realidad sucia circundante, sin situarse por encima de ella, salvo por el hecho de ser capaz de objetivarla en una ficción, ganándose una franja de lectores con un erotismo desenfrenado que le valió la inmediata comparación con Henry Miller. Comprendía numerosas microhistorias vinculadas a un circuito habanero desprestigiado y marginal, que él mismo declaró haber elegido por su potencial literario y por conocerlo a fondo. El tour de force erótico del narrador hilvanaba esas historias de gente conventillera, sensual, pero también desprotegida y aterrada. Después de esa novela vinieron la violenta El Rey de la Habana (1999), la floja Animal tropical (2000), y los depurados relatos de El insaciable hombre araña (2002) y Carne de perro (2003).

El Rey de la Habana fue un ejercicio truculento y sórdido. El adolescente Reynaldo presencia cómo su hermano golpea a la madre y sin querer la mata, cómo luego se suicida tirándose de la azotea y cómo la abuela muere de un infarto frente a todo eso. Naturalmente el chico no queda bien, y encima la policía se lo lleva preso a un correccional hasta que a los dieciséis años escapa, comenzando una correría erótica y delictiva que termina mal. En tercera persona, Gutiérrez elabora un personaje más inescrupuloso que su alter ego Pedro Juan. Reynaldo sobrevive entre varias amantes, incluido un travesti, fragua su identidad, traiciona amistades, roba, mata. Su descenso captura como al pasar esas instantáneas de marca registrada: las largas filas para comprar cerveza y alas de pollo fritas, el derrumbe de un edificio viejo, la explicación de lo que se necesita para ser jardinero en un hotel turístico: "ser graduado universitario, militante, menor de treinta años, tener otro idioma" (p. 150) y la certeza de que también en La Habana reina el dinero.

Animal tropical resultó un fiasco. Prometía desde un par de acápites de Chandler y de Eco, alusivos a las distintas formas del infierno y la inquisición, y desde un sarcástico guiño a probables censores o a mujeres furiosas por sentirse expuestas: "Cualquier parecido con circunstancias o personas reales es pura casualidad". Después se venía abajo. El "animal tropical" era el Pedro Juan de siempre pero más semental que nunca, indeciso entre una amante sueca y otra cubana. O indeciso entre La Habana y Estocolmo, o entre Cuba y no-Cuba. El plan de Gutiérrez, si lo tuvo, debió ser más interesante que el resultado. Estocolmo era el reverso, y también el espejo capitalista y libre. Pero aparte de sufrir en demasía el frío, la luz en los meses estivales y la oscuridad en invierno, los suecos eran aburridos, depresivos, suicidas y fóbicos. De espíritu tropical, nada, y Pedro Juan volvía a La Habana y a sus amantes fogosas, a la patria criticada, al origen. Lo malo era el empeño en describir un erotismo sin sustento, o peor, un erotismo aburrido y excluyente. Procuró zafar en una explicación casi bizarra, estilo "arte narrativo": "¿Cuáles son los límites? ¿Quién pone los límites? ¿Quién los inventa? ¿Dónde están? ¿Hasta dónde puedo llegar? Cuando escriba la novela, con ella de protagonista, ¿qué podré decir de todo esto? ¿Qué debo decir a medias, insinuar? ¿Debo decirlo todo? ¿Tengo valor para llegar hasta el final y desnudarme totalmente? ¿Es necesario? Soy un exhibicionista. Striptease. Eso es lo que hago: striptease" (p. 97).

VOYEURISMO. En 2002 retomó el pulso con El insaciable hombre araña, una buena colección de relatos, algunos de precisión carveriana, donde su personaje y narrador baja el perfil de macho caribeño, y la prosa se vuelve más contenida y densa. Un ejemplo brillante es "En el minuto exacto" en el que una cubana radicada en Italia visita a Pedro Juan porque leyó sus novelas; está claro que espera —como el lector presupone—encontrar al semental de aquellas, pero en vez de eso topa con un escritor atento y distante, casado, metido en sus asuntos.

La escritura de Gutiérrez carece tanto de humor como de ternura directos. Quizá su mejor parangón latinoamericano de estos tiempos sea el colombiano Vallejo, donde esos ingredientes compensadores están a la orden. En Gutiérrez no hay espacio ni creencia de ningún tipo, ni salvación que no sea individual, de pura cepa celiniana. Las referencias a una cultura musical clásica (Haendel, Brahms, Mahler) no ambientan en su personaje ni la distensión ni la calma; apenas funcionan como signos irónicos de un desfasaje entre cierto capital cultural que posee y todos los demás capitales que no tiene ("Sosiego, paz, serenidad", "En la zona diabólica", "El tesoro de la República"). Con el rock pasa algo análogo. Hay menciones unitarias a los Rolling, a Lou Reed, a Hendrix o Springsteen, pero no suponen ninguna pose de rebelión cultural: apenas son banderines de una vejez resistente y absorbida por otro sistema.

Tampoco asoman en su narrativa esperanzas de cambio: "Estuve años esperando a Robespierre. Ya no espero nada. Ya pasó todo", dice un viejo en la Trilogía. Y esperar al representante del Terror en la Revolución Francesa no parece ser lo mejor. La única posibilidad que los personajes manejan conscientemente es la espera en sí misma, con lo cual la vida termina siendo un asunto inercial, de dejarse ir, aunque la sumatoria de esas renuncias termine configurando una especie de resistencia oblicua en el sentido del "preferiría no hacerlo" de Melville.

En Carne de perro hay un despojamiento de la acción todavía mayor. La falta de rumbo y de expectativas toca fondo para un Pedro Juan menos vital, convertido en un voyeur raro, indiferente. La sexualidad omnívora de libros anteriores se aplaca un poco en historias donde las relaciones se evitan ("Soledad y silencio", "Muñeca", "Tranquilo, tigre, nada nuevo"), o se tienen por inercia ("Perderme del mundo"), o incluyen una escenografía perversa (en "Nada de amor" la mujer se estimula visitando funerarias). La pareja estable con Julia naufraga en un sexo sadomasoquista y rutinario ("Corazón de piedra"), hasta que ella lo deja. El espectáculo de unas lesbianas en la playa es de una transgresión desoladora e inútil ("Un macho vulgar y simple"), que lo aleja también.

En el cuento inicial, "El mundo es muy peligroso", el protagonista parece inclinarse por la solidaridad y la esperanza al llevar hasta un policlínico a un borracho herido, pero los médicos pretenden que él se haga responsable del hombre y al negarse llega la policía. Se salva cuando los amenaza con esperar al director del policlínico, es decir, cuando utiliza igual que ellos la escalera jerárquica como elemento atemorizante. Tiempo después, curado y vuelto a las calles, el borracho muere y se cierra el círculo, como en veces anteriores cuando heridos o muertos quedaban en la calle, y como en una postal neoyorkina de La Habana, nadie se detenía.

Carne de perro es la asunción plena de una soledad interna, el acabado de ese "endurecerse" que el protagonista reclama para sobrevivir y quizá consigue en el último relato ("Tranquilo, tigre, nada nuevo") cuando se queda solo oyendo "Heart of stone" de los Rolling. La conclusión es que no queda nada por ver en esa repetición absurda, ni hay adónde ir ("Y yo no tenía rumbo", "Come back from the night"), y que historias saladas que el narrador podría contar se silencian ("No soporto a Shakespeare") porque él no tiene "vocación de kamikaze". En realidad la tiene, sólo que es un kamikaze con paracaídas.

ESTRATEGIAS. Antes que anochezca (Tusquets, 2001) fue la autobiográfica despedida de Reinaldo Arenas, que se suicidó en 1990, enfermo de sida. Allí contó cómo fue el increíble escape de la isla. Cuántos intentos frustrados, hasta en una cámara de neumático, con las piernas expuestas a los tiburones y ninguna posibilidad de llegar a costas estadounidenses.

Sin considerar hacerse balsero, Gutiérrez plantea varias "salidas" sin salir del país. El sexo y la bebida (en menor cantidad la droga, quizá por un problema de disponibilidad económica) se vuelven obsesivos para las metas declaradas del protagonista: llegar a "no pensar", a "olvidar los objetivos", a "endurecerse", contrarrestando las cláusulas de autocontrol de un régimen totalitario. En la superficie su narrativa se adapta a esas consignas y es poco más que un muestrario de cómo un cubano mujeriego tiene relaciones sexuales o piensa en ellas, bebe en abundancia, despliega un léxico muy coloquial, muy rico en cubanismos, y registra la ruina del Centro de La Habana consignando cierto esplendor de un pasado pre-castrista.

En los cimientos su desencanto es bastante más estructurado. Para empezar hay una reivindicación de todo lo que no sea canon, norma, ley, que obviamente tiene una lectura transgresora. Si la pornografía y la prostitución están prohibidas, él llena los textos de prostitutas. O convierte, de una u otra manera, casi toda relación sexual en un ejercicio de prostitución encubierta y un despliegue de promiscuidad que no sólo refiere al no-compromiso con una mujer o con un hombre, sino a un descreimiento de la fidelidad en un sentido más amplio: "Yo miraba a las mujeres y pensaba que no existe la mujer ideal. No existe nada ideal. Todo lo que alguna vez aspiró a ser ideal fue aplastado por el espíritu de la época: vértigo, caos, dinero y confusión" ("Nada heroico").

Si las "cosas desagradables" deben ocultarse, él escoge la estética de lo feo y del choque: "Me gustan las pelandrujas, las mujeres de orilla, las putas y la mierda" ("Carne de perro"). Si la consigna es resistir en colectivo frente a la opresión externa, los personajes de Gutiérrez resisten en solitario la presión interna, reinventando el informalismo con un desenfado que recuerda al del pícaro literario. Si la salud es un baluarte de la Cuba revolucionaria, sus textos lo tiran abajo: en los hospitales atienden mal, no se consiguen aspirinas (pero sí psicofármacos), y en plena era del sida no hay mención al uso de preservativos —excepto en Animal... donde la pareja ocasional, sin pudores de "corrección política", es una africana.

La estrategia contestataria de Gutiérrez procura legitimarse por la condición de observador interno del narrador, pero también por su pasado, que vuelve a citarse en el último libro: "todos éramos buenos y correctos, obedientes, disciplinados" ("Carne de perro"). Forma parte de ella el decir a medias lo que se sabe completo, la queja como colofón distraído, el asegurar de sus novelas que ni él mismo sabe "lo que es cierto y lo que es mentira" (Animal...). Y al mismo tiempo la repetición de imágenes que se vuelven simbólicas: personajes comidos por ratas y cuervos (El Rey..., "El mundo es muy peligroso"), los apagones permanentes de luz, las pesadillas nocturnas.

Otro recurso es destilar la queja por vía de voces anónimas e insignificantes dentro del propio relato, cuyo rol es sólo el vertido de esa voz no oficial: una vieja que pronostica "esto va a terminar en una guerra en las calles" ("El tesoro de la República"); una ex-policía indignada: "No se pueden olvidar así del pueblo. El edificio se cae a pedazos y nunca hay agua, ni gas ni comida" (Trilogía...) una vecina: "todo no se puede seguir destruyendo y la gente sin trabajar, con los brazos cruzados y ganando un sueldo" (Trilogía...) un viejo que murmura: "Se están haciendo millonarios y el gobierno no hace nada. Es contra el pueblo, todo contra el pueblo" (El Rey...). La furia contenida se queda a menudo en la verbalización del deseo: "¡¡¡Necesito darle latigazos a alguien, un navajazo, boxear al duro, meterle cuatro balazos a un hijoputa en la cabeza, aahhggggg!!!" ("Hasta que uno se pierde"), o se convierte en ira autodirigida: un hombre patea su coche en una playa ("Soledad y silencio"), un chofer de ómnibus llora bajo un cocotero y después se va ("Infiel hasta la muerte").

En "El boxeador" Pedro Juan y su mujer conversan en la playa con un matrimonio que acaban de conocer. El hombre fue boxeador y mientras Pedro fantasea con la mujer, se desgaja de la conversación ese malestar de fondo, la presencia de la derrota en medio de un paisaje vulgarmente asociado al relax y la calma. Incluso esos detalles pequeños encajan en una estructura cuidadosa: desacralizar también la Cuba que el turismo vende, mostrar que el paraíso, en sus distintas acepciones, es sólo vacacional: "¡Oh, el trópico! Qué lindo para venir de visita una semana y admirar el crepúsculo desde un lugar distante y silencioso, sin mezclarse demasiado" (Trilogía...).

El ciclo se cierra sin resoluciones, con un personaje refugiado en la visita a la madre y en la lectura de un poeta norteamericano (Carver), abandonado por su mujer pero con otras a la vista, sofocado por el insomnio o por pesadillas de represión policial ("No hay más respuestas") y por amigas que abortan, tienen anemia y ni un solo dólar ("A lo bestia"). Aquella imposibilidad de concentrarse en un simple cómic que planteaba "El insaciable hombre araña" explicita un poco más aquí su sentido profundo de que la propia realidad es un cómic y por lo tanto se vive "en el absurdo y la irrealidad" ("Te pareces a Dick Tracy").

Desde esa clave de lectura no es disparatada la comparación de Pedro Juan con esos superhéroes, salvadores imposibles, a los que su personaje complementa con el don tropical de la excesiva lujuria, tan pasteurizado y asumido como escalar paredes.

Textos

El ciclo de Centro Habana fue publicado íntegramente por Editorial Anagrama, Barcelona:

TRILOGÍA SUCIA DE LA HABANA, 1998, 359 págs.

EL REY DE LA HABANA, 1999, 218 págs.

ANIMAL TROPICAL, 2000, 294 pp.

EL INSACIABLE HOMBRE ARAA, 2002, 211 pp.

CARNE DE PERRO, 2003, 148 pp.

¿Encontraste un error?

Reportar

Te puede interesar

Publicidad

Publicidad