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Un extravagante de moda

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NO SOLO ES el crítico literario más leído de los Estados Unidos. A punto de cumplir 73 años, y con medio siglo dando clases en Yale, parecería tener todo el Cánon Occidental guardado en su memoria. De Shakespeare ni hablar: cualquier cita de cualquier personaje secundario, o cualquier línea del poema más oscuro, al instante. "Cuando estudiante, dicen que recitaba a Milton de atrás para adelante", confiesa Jeanne, su mujer. Rousseau o Ralph Ellison salen en un segundo, y jamás con un error. Antes de que una operación a corazón abierto lo tuviese a dieta y gimnasia, cuenta que con algún trago de más llegó a repetir El Puente de Hart Crane mil veces y alterando todo orden lógico, "como un tocadiscos que se volvió loco".

Sin embargo, ni soñar con pedirle las indicaciones para llegar de la universidad a su casa, trayecto que hace todos los días. "Querida niña, imposible que lo recuerde", se disculpa y aparece la tranquila voz de Jeanne, en el teléfono, que da las coordenadas requeridas.

Sus alumnos también son legión de admiradores. Para su curso anual sobre Shakespeare siempre hay cinco veces más postulantes (o "suplicantes" como los llaman) que lugares en el aula, y para quienes logran ser admitidos no sólo es un orgullo: es también la garantía de que una vez por semana escucharán las más profundas reflexiones, y los arrebatos más violentos contra el medio académico norteamericano ‘políticamente correcto’, donde según Bloom se valoriza a un autor por pertenecer a una minoría y no por su trabajo en sí. "No soy un gran entusiasta de la literatura ‘lésbico-esquimal’", aclara, por si queda alguna duda.

A pesar de los millones de copias que ha vendido con libros como El cánon occidental, Shakespeare o la invención de lo humano, Qué leer y por qué y, más recientemente, Cuentos para niños extremadamente inteligentes de todas las edades (Anagrama), la casa en cuestión es un simpático y relativamente modesto chalet en un barrio residencial típico de los profesores de Yale. Además, el crítico literario más feroz del planeta, el ogro negro de la academia norteamericana, el profesor de literatura cuyas palabras hacen temblar a escritores e intelectuales, tiene poblada su casa por animalitos de peluche. "Mmmm, reconozco que puede sonar un poco raro. Pero tienen nombres literarios", concede con una sonrisa mientras comienza la entrevista junto a Mac Gregor, un murciélago de peluche violeta y gordito llamado así en honor del que acompañaba al poeta Dante Gabriel Rossetti.

En la puerta de entrada se acumulan pilas con libros aún sin abrir. Y los pasillos están bloqueados con cajas de las editoriales. "Hay un solo lugar de la casa donde no leo: el baño. Lo evito por razones cabalísticas", dice Bloom, misterioso. Luego aclara que, según esa tradición judía, no se pueden llevar libros sagrados al inodoro. "Y, para mí, todos los libros son sagrados".

Pero algunos autores le resultan más sagrados que otros. Tanto que en breve aparecerá en español su libro Genios (Norma), un recorrido por las que considera las "cien mentes creativas ejemplares": San Agustín, Shakespeare, Balzac, Dante, Cervantes, Hemingway, Octavio Paz y Borges, entre otros.

En el fondo suena Mozart (recurre al jazz cuando no está trabajando) y a pocos metros Jeanne, psicóloga escolar retirada, quien le organiza las citas y contesta los cientos de mails que recibe por día, porque Bloom es completamente reacio a cualquier adelanto tecnológico a la hora de escribir o comunicarse. Ni siquiera la máquina de escribir le resulta aceptable. Todo lo hace a mano, desde los ensayos cortos hasta los libros de 900 páginas como Genios, en unos viejos anotadores con espiral. Organiza viajes y encuentros con los lectores, uno de los grandes placeres de su vida, aunque la operación del año último le haya restringido su idea de visitar Argentina, Chile y Uruguay como tenía planeado, y de donde le llegan muchísimas y maravillosas cartas, aclara.

ONETTI Y FELISBERTO.

—¿Cree que su éxito fuera de Estados Unidos se debe a las polémicas que ha desatado dentro de su país?

—No, no lo creo. A mi parecer estamos en lo mismo de siempre: en el mundo anglosajón domina todavía la corrección política. En Inglaterra, por ejemplo, no se puede ni mencionar mi nombre. En general, en estos lugares soy un paria, un profeta sin honor, lo que quizá se deba a mis denuncias del proceso de autodestrucción en el que se ha empeñado el mundo académico anglosajón. Este proceso de destrucción, que comenzó con la contracultura de los sesenta, tuvo mucho que ver con la guerra de Vietnam. Entonces nació un rencor que a su vez dio lugar a esa tendencia que yo he llamado ‘la escuela del resentimiento’ y que obviamente se desató con furia una vez más con la audacia que he cometido de llamar a ciertos autores "genios" aunque no pertenezcan a algún grupo oprimido y ese tipo de cosas.

—¿Qué es exactamente el genio literario?

—El genio literario es algo muy difícil de definir, y que necesita de la lectura profunda para ser verificado, pero en pocas palabras se trata de la capacidad para aumentar y extender el nivel de conciencia del lector. Encontrar lo extraordinario en otra persona es enamorarse, y muchas veces termina en una desilusión. En cambio, confrontar lo extraordinario en un libro —sea éste la Biblia, Platón, Dante, Shakespeare, Proust— es beneficiarse casi sin costos. Los textos que nos dejaron los genios literarios constituyen el mejor camino para llegar a la sabiduría, que yo creo que es el verdadero uso de la literatura en la vida.

—¿La literatura sirve para la vida cotidiana?

—Dudo que para casos puntuales, pero tiene un efecto acumulativo. El poeta Wallace Stevens decía que la literatura era una extensión de la vida. Yo simplemente creo que, cuando es buena —ni que hablar del producto de los genios—, sirve para conocernos más a nosotros mismos y tener un conocimiento más profundo del prójimo. Ni el cine ni la televisión nos pueden dar eso. Nos pueden proveer de información, o deslumbrar con imágenes. Pero no nos vuelven más introspectivos, ni nos llevan a descubrir el significado de la compasión. Sólo el libro lo logra. En la cultura visual, el hombre está necesariamente solo. A través de los libros, aunque físicamente estemos solos, leyendo en un rincón, podemos estar unidos en la conciencia con varias generaciones.

—¿Cómo calificaría el genio de Borges?

—Borges tenía un genio bastante restringido, pero genio al fin. Lo que escribió son romances que se retrotraen a las cinco o seis historias básicas que a lo largo de la historia se fueron contando de mil maneras distintas. Lo mismo que hicieron sus admirados autores anglosajones como Stevenson, De Quincey o Chesterton. Borges se da maña para refrescar esas historias, darles una perspectiva distinta, pero sus mejores cuentos están, en realidad, en el límite entre la ficción y la prosa simbólica.

—¿Qué es lo que restringe su genio?

—Que se mantiene dentro de límites cuidadosamente establecidos. No intenta hacer lo que sabe que no puede. Por ejemplo, Borges no puede darnos una representación de un ser humano posible, uno no lee los cuentos de Borges para encontrar personalidades. Lo que sí encuentra son seres emblemáticos, calculados, instancias de la literatura retroalimentándose y resurgiendo en formas deliciosas y elaboradas. Su arte es inmenso, pero no inventa nada.

—¿Qué opina de la literatura uruguaya?

—Creo que es admirable y verdaderamente interesante. Conozco en particular la obra de Juan Carlos Onetti y Felisberto Hernández, pero me parece que lo mejor que tienen los uruguayos es justamente una tradición sólida y madura, sin figuras que claramente se separen del resto como García Márquez o Borges, tras las cuales el resto se encolumne. Pero claro, ‘una tradición madura’ obviamente no ayuda a crear una popularidad internacional.

SARAMAGO IMPERDONABLE.

—En su nuevo libro, todos los genios mencionados están muertos. ¿Quedan genios literarios vivos?

—Sí, muy pocos, como Gabriel García Márquez en El amor en los tiempos del cólera o Cien años de soledad (aunque éste me gustó menos), Thomas Pynchon, Philip Roth o José Saramago. Claro que ser un genio literario no implica ser inteligente para otras cosas. Por ejemplo, Saramago estuvo en Ramallah y dijo que eso era un nuevo Auschwitz, algo que no sólo es una estupidez, sino que también es imperdonable. Conozco a Saramago, estuvimos mucho tiempo juntos cuando me dieron un título honorario en la Universidad de Coimbra y admiro varias de sus novelas, que son excelentes. Pero cuando habla de política, arrastra el estereotipo estalinista de siempre. Dice que Israel obedece al ‘dios de la venganza’, con lo cual es evidente que no entiende nada de teología. Incluso dijo que los ataques suicidas palestinos son una buena forma de resistencia. Ojalá siga escribiendo cosas maravillosas, pero ¡que no hable de política ni de teología! Yo lo voy a seguir leyendo, pero nuestra relación personal se enturbió. La última vez que nos vimos, fue puro apretón de manos. Me cuesta mucho darle un abrazo.

—Mencionó a Pynchon y a Roth. ¿Qué otros escritores norteamericanos le gustan?

—El mejor poeta vivo es John Asherby; como dramaturgo, Tony Kushner; y entre los novelistas quiero especialmente mencionar a Cormac Mac Carthy. No sé si lo votaría como el más grande de los escritores norteamericanos vivos, no sé si sus logros totales son de la talla de los de Thomas Pynchon, Philip Roth o Don DeLillo. Pero Meridiano de sangre es como Moby Dick, uno de esos rayos que golpean una sola vez en la vida. Pero lo que todos estos escritores siguen revelando es que éste es un país extraordinario. La cosa típica para decir es que Estados Unidos es un país confundido, hedonista, y quizá depravado. Pero por otra parte uno va a Nueva York y encuentra que es una ciudad que todavía está viva de una manera que ni Londres ni Roma o París lo están con una especie de energía con veta idealista. El sueño americano puede haberse terminado, pero todavía hay algún tipo de sentimiento de buena voluntad, un genuino deseo de que cualquiera, sin importar su extracción, tenga tantos derechos como los demás a la educación y a desarrollar lo mejor de sí mismos sin que nadie se meta. Eso es maravilloso.

—¿Qué opina de Raymond Carver?

—Que escribió un par de cuentos cortos bastante efectivos, pero su prestigio está claramente inflado.

—¿Truman Capote?

—Un par de cosas interesantes porque tenía un gran poder de observación, como en A sangre fría. Su ficción es menos tolerable.

—¿Y ensayista? ¿Alguno que le guste más que el resto?

—Ninguno. Para mi, un buen ensayista es alguien como Ian Hazlitt. Así que ninguno.

—¿Ni siquiera usted mismo?

—Mmmm, no estoy seguro, querida niña.

—¿George Steiner?

—No tengo nada para decir de él.

—¿David Foster Wallace?

—No sé quién es. (En ese momento adivina la siguiente pregunta, y tomándose el corazón, implora) ¡No me haga hablar de Harry Potter! ¡El estrés! ¡El estrés! (y exagera su voz de enfermo)

PARA NIOS INTELIGENTES.

—Ud. es la cabeza más visible de una cruzada contra J. K. Rowling, autora de los textos de Harry Potter, a los cuales acusa de ser mala literatura, sin imaginación y repleta de clichés. Su contraataque ha sido el libro Relatos y poemas para niños extremadamente inteligentes de todas las edades, una suerte de cánon infantil en el cual no hay escritores contemporáneos ni latinoamericanos.

—La razón es muy simple: prácticamente no conozco escritores latinoamericanos del siglo XIX que hayan resultado interesantes para chicos. Y no puse ningún texto publicado después de 1914 de ninguna nacionalidad porque la magia y la fantasía que me interesaba recrear fue destruida por los horrores de la Primera Guerra y nunca más se recuperaron.

—Tampoco hay demasiados libros actuales para chicos que lo convenzan.

—No acepto la categoría de literatura para niños, que hace un siglo tenía alguna utilidad, pero que ahora es más bien una máscara para la estupidización que está destruyendo nuestra cultura literaria. Casi todo lo que hoy se ofrece comercialmente como literatura para chicos sería un menú insuficiente para cualquier lector de cualquier edad, en cualquier época. Yo leí casi todo lo que he reunido en este libro entre los cinco y los 15 años, y lo sigo leyendo a los 71.

—¿Cómo era usted de niño?

—Mi lengua materna era el idish y primero me enseñaron a leer en hebreo. A los 4 años me enseñé yo solo a leer en inglés. Por eso lo hablo de una manera un poco extraña, que es lo que sucede cuando uno aprende un idioma a través de la vista (así que aunque leo sin problemas en castellano, ni intento hablarlo). Pero reconozco que era un chico muy raro. Las mismas cosas que me gustan a los 72 años son las que me gustaban a los 9 o 10, como Shakespeare, o William Blake. Me gustó la alta literatura desde muy chiquito, y los libros para niños sólo los conocí cuando tuve mis propios hijos y empecé a leerles en la cama.

—Pero nunca Harry Potter...

—Escribí una reseña de uno de los libros de la serie para The Wall Street Journal titulada "¿Pueden millones de lectores estar equivocados?" La respuesta es sí, y el editor me dijo que nunca en la historia del diario habían recibido tantas cartas de lectores furibundos. Para mí, Harry Potter está mal escrito, es una acumulación de clichés y punto. Para que se dé una idea, Stephen King, el escritor de esas basuras de terror, dijo que Harry Potter era bueno porque los chicos que comenzaban por esa serie terminaban leyéndolo a él. ¡Está exactamente en lo cierto, no es que vayan a pasar a Cervantes o a Shakespeare!

—¿Cómo se forma un buen lector?

—Hay tres maneras. Por un lado, están los padres, que les leen mucho cuando son pequeños, y cosas de gran calidad, aunque no complicadas, como los Cuentos de la selva o Alicia en el país de las maravillas. Y ojo que no todo tiene que ser simple y alegre para ser buena literatura para los chicos. Los cuentos de fantasmas les encantan, aunque los puedan asustar. También hay cuentos clásicos de Andersen o de los hermanos Grimm que son muy feroces, pero con tal calidad estética que evita que se conviertan en algo tipo Marqués de Sade. Diría que los libros para chicos pueden ser sanamente feroces, pero nunca crueles. Por el otro están las maestras, muy dedicadas en los grados inferiores y que verdaderamente saben de literatura y no se marean por fenómenos comerciales, algo que cada día existe menos. Y por último están estos casos inexplicables, casi una selección natural de chicos que, solitos, prefieren el libro al Nintendo e instintivamente eligen lo mejor para leer.

—¿Y a qué edad se puede empezar con Shakespeare?

—A partir de los nueve lo pueden disfrutar, comenzando con algo relativamente simple, como Romeo y Julieta, Julio César o Macbeth, que con su historia de sangre y miedo puede ser un favorito. Don Quijote también puede ser leído desde muy temprano, aunque Dante, que con Shakespeare y Cervantes son los tres escritores más importantes que tenemos, es demasiado complicado para la mayor parte de los lectores hoy en día y, de cualquier manera, no serviría para chicos.

—¿Qué ganan los chicos con la buena literatura?

—Estar a solas con un buen libro desarrolla la personalidad y permite comprenderse más a uno mismo, no importa la edad. Releer los libros de Lewis Carroll es recordar lo fuerte que es Alicia y puede ser una forma de compartir su independencia porque, con sus siete años, es enormemente valerosa y —al igual que Hamlet— sólo está loca según los ojos con los que se la mire.

—¿Y un chico que comienza por Harry Potter, no puede terminar en Carroll, o Shakespeare o alguno de los genios de su libro?

—Eso sólo es imaginable si se cree en los milagros. l

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