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Un narcisismo perdonable

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Agustín Courtoisie

ES PREMATURA su decisión de escribir las memorias con menos de sesenta años. Y es reiterativo por sus cuentos de caballos o su defensa de las drogas. Pero en compensación, Mira por dónde muestra un Savater muy cercano, incluso con momentos de vacilación y contradicciones. Este anarquista bonachón, nacido el 21 de junio de 1947 en el País Vasco, lleva en las venas la mezcla que explica su desconfianza de las culturas cerradas: padre granadino, madre madrileña, abuela materna nacida en Buenos Aires, tatarabuelos catalanes. "Con una ascendencia tan heterogénea como la mía —explica—, los partidarios de las ‘raíces’ y las ‘identidades’ bien perfiladas lo tienen difícil para reclutarme".

SENTIDA MAS QUE RAZONADA. Su padre, consentidor de los hijos y notario de profesión, tenía una gran diferencia de edad sobre su madre. Ella inicialmente había sido novia de Carlos, tío paterno "asesinado a los diecinueve años en el Madrid republicano". "Sus verdugos fueron un puñado de salvajes de los muchos que allí cometieron fechorías mientras la capital estaba asediada por quienes después impondrían su propio salvajismo represivo".

Por fortuna, el temible adjetivo "razonada" en el subtítulo de la autobiografía, no debe hacer esperar grises devaneos conceptuales. Si bien Mira por dónde salpica párrafos donde se argumenta lógicamente, ningún seguidor de Savater encontrará objeción alguna en eso. Todo trasunta una vida que se vivió con ganas: veranos en la playa, lecturas interminables de tebeos, el elogio sin remordimientos de la televisión, el recuerdo de profesores, criadas y compinches —o de una novia que lo acusaba de calculador, porque hacía coincidir la ingesta de la última papa frita con el último trozo de churrasco—.

Ya que Savater admite no contarlo todo —y donde son escasas ciertas declaraciones, como las referidas a su fístula anal—, hay un tramo que merece atención. El capítulo 3, "Lo que te debo", sortea con dignidad un momento difícil del libro, cuando una carta a la madre toca afectos profundos: "Te la escribo ahora que aún estás pero ya no estás. ¿Sigues teniendo hoy preocupaciones de algún tipo, pese al mal de Alzheimer, la arteriosclerosis o como quieran llamar a la dolencia que te ha robado la mente los doctos que no pueden curarla?"

Respecto del Savater niño, se describe "declamatorio, narcisista, exhibicionista, ávido de aplausos, todo me predisponía desde pequeño a las candilejas, salvo lo antiestético de mi físico: mi ojo estrábico, los andares de pato mareado...". Hay mucho en esa semblanza de lo que se le podría reprochar todavía hoy al autor de Ética para Amador. Pero desde entonces su pasión por decir la verdad —aprendida después de una tonta mentira escolar para eludir los deberes, que fue desenmascarada—, su vocación de pensar con cabeza propia, parecen equilibrar favorablemente el conjunto. Porque en Savater parece haber siempre una predisposición al exceso —en el torrente verbal, en muchas de sus opiniones, como por ejemplo, en su anticlericalismo—, que luego se compensa espontáneamente.

Por ejemplo, su disgusto por el trabajo, sus deseos de estar leyendo siempre en la cama, su autocomplacencia, se balancean de pronto con el recuerdo de la Biblia de regalo que recibió Russell de niño con una frase subrayada por su abuelo: "No seguirás a la multitud para hacer el mal".

MISERIAS DE LA CÁRCEL. Del período de la dictadura de Franco no cabe descubrir ninguna hazaña superior a la de haber estado detenido algún tiempo en la cárcel de Carabanchel. Por entonces, declara, "mis actividades subversivas fueron de una modestia casi conmovedora". Distribución de panfletos, tórridas intervenciones en asambleas estudiantiles, huidas de la policía junto con los demás compañeros cantando "no nos moverán", son las pocas cosas dignas de mención. En otra parte explica que dada su torpeza manual hubiera sido incapaz de lanzar un cóctel Molotov, por temor a terminar convertido en una antorcha humana. Más que el mensaje político, de su estadía en la cárcel rescata una experiencia aleccionante. Un muchacho que había robado una moto para dar una vuelta con la novia hacía meses que permanecía recluido. Durante ese tiempo el desgraciado aprendió cierta estrategia de supervivencia: enseñaba a los nuevos un papel con las tarifas de sus servicios sexuales. "En la cárcel se castiga pero no se reeduca a los adolescentes: más bien se les sella para siempre con la impronta de la marginación y la ilegalidad". A partir de entonces Savater se juró a sí mismo hacer algo por las condiciones de los jóvenes reclusos, y en la medida de sus posibilidades lo intentó luego en muchas ocasiones.

Mira por dónde no deja ninguna duda de su desprecio por la dictadura franquista. Pero además, su inclinación a mantenerse independiente en medio de los contagiosos sueños revolucionarios de las épocas juveniles, lo mantuvieron saludablemente distante de las alternativas stalinistas o maoístas de muchos de sus compañeros de aquellos tiempos. Con su típica ironía, Savater reflexiona que le resultaba difícil entender la promoción de sistemas que prohibían las libertades más básicas, defendidos por jóvenes que precisamente, bajo Franco, ya las padecían en carne propia. Por otra parte, el capítulo dedicado a ETA, "¡Basta ya!", es coherente con sus diatribas ya conocidas, contra quienes califica como una "banda asesina".

ETICA HEDONISTA. Cada vez que lo consultan con frases que comienzan con el característico "Usted, como profesor de ética...", Savater dice morderse la lengua para no emitir alguna impertinencia como ésta: "los profesores de ética por lo general somos bígamos o pederastas y robamos cucharillas de plata". Y cuando le preguntan qué piensa de los jóvenes que se besan y manosean sin recato ante sus mayores responde: "envidia".

En cuanto al problema de la droga, Savater insiste con sus argumentos favoritos, pero agrega algunas variantes que merecen ser tenidas en cuenta. Por ejemplo, recomienda precaución con la cantidad y la calidad de lo que se consume, porque "lo demás me parecen monsergas". Son curiosos otros argumentos: hasta los elefantes ingieren varias trompas de frutas fermentadas y los tiburones buscan en cuevas marinas corrientes cuya turbulencia les resulta estupefaciente. "Aunque todos amamos embriagarnos (sea de vino, de nubes o de poesía, como cantó Baudelaire) parece prudente e higiénico que cada cual determine cuál es el tipo de embriaguez que resulta más adecuado a su carácter y más compatible con el resto de los objetivos de su vida." Su prudencia con el goce no la fundamenta en ningún filósofo, sino en la plegaria del sabio Groucho Marx: "Cuídame, porque soy lo único que tengo". Y no niega que muchos se hayan matado por medio de las drogas, prohibidas o no, pero sostiene que otros muchos logran el mismo resultado con la religión, la política, el sexo, el alpinismo, o el trabajo, nada de lo cual está prohibido. "Que yo sepa, nadie ha presentado una querella contra su oficina o contra el Papa por haberles destrozado la vida, como hacen algunos fumadores hipócritas contra las tabacaleras que les han perjudicado".

EL FIN JUSTIFICA LOS MIEDOS. No todo es agudeza, no todo es simpatía abrumadora en este esfuerzo de registrarse para ordenar un poco la propia existencia y pasar raya que supone el género autobiográfico. Hay algo que el lector atento sentirá al cabo de las casi 400 páginas de perdonable narcisismo, antes del álbum de fotos que será contemplado por muchos igual que el de un amigo cercano. Hay una sombra de contradicción en este goce de rumiarse, o dicho más simplemente, algo siniestro se escuda tras los silogismos y el talento para narrar con una paleta que no escatima los colores vivos. Primer indicio: los títulos de las tres partes del libro, y especialmente el del epílogo. La primera se titula "Caballitos de madera"; la segunda, "Insinuaciones del azar"; la tercera, "La sombra vencida". El plano inclinado se hace evidente cuando se llega al epílogo: "Antes de nada". Es engorroso saber si se trata de un intento de darse valor, o de una negación de la decadencia y la muerte, cuando aparecen frases como ésta: "Sólo una clave podría aventurar para descifrar el misterio, pero que es tan fundamentalmente enigmática como él: la presencia, abrumadora a veces, de la alegría. Es el tono básico, el color esencial que barniza mi vida desde donde alcanzo con la memoria". Claro que no hay que resolver esas incógnitas para disfrutar de estas páginas, que recuerdan algunos de sus libros más entrañables —y quizá menos conocidos—, como Criaturas del aire y La infancia recuperada. Porque es muy recomendable este acercamiento pudoroso, que va soltando hebras de preocupaciones íntimas. Por ejemplo, la elección de la frase de Ramón Eder como epígrafe de uno de los últimos capítulos: "El fin justifica los miedos". O esta otra, ambigua y memorable: "Noto como si aumentase la insipidez y por tanto tuviese cada vez mayor dificultad en saborear lo que siempre me ha parecido sabroso. Para nuevas delicias, tengo poco paladar. Y eso me asusta, me asusta de veras. Pero os juro que hubo una alegría en mí, incesante, una alegría que lo encendía todo con chisporroteo de bengalas festivas precariamente instaladas en las oquedades de la gran calavera".

MIRA POR DÓNDE. AUTOBIOGRAFIA RAZONADA, Fernando Savater, Taurus, Argentina, 2003. Distribuye Santillana, 420 págs.

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