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Nuestro destino manifiesto

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HERNÁN BONILLA

Dejemos por un momento la coyuntura para mirar el derrotero de Uruguay con una visión de largo plazo. Nuestra historia económica plantea dos grandes preguntas: ¿Cómo alcanzó Uruguay un producto por habitante igual al de los países del primer mundo a fines del siglo XIX? y ¿Por qué a partir de ese momento hasta el presente nos hemos alejado sin retorno?

Puede llamar la atención del lector alguno de estos datos. Nuestra historiografía dominante suele describir al Uruguay de Maracaná como un país feliz, sin conflicto, la Suiza de América, entre otros ditirambos. Y sin embargo, ya era un país en descomposición, con un producto por habitante que había caído 50% respecto al de los países líderes. Naturalmente, a partir de mediados del siglo XX el proceso de deterioro del país se aceleró y no solo desde el punto de vista económico sino también, y fundamentalmente, social y cultural.

No disponemos de estadísticas para afirmar en forma rigurosa qué pasó antes de 1870 con el producto del Uruguay, pero dado que a fines de la Guerra Grande (1851) el país había quedado postrado y que hacia la década del setenta tenía un producto por habitante de primer mundo, es razonable suponer que existió un proceso de crecimiento formidable. Dados estos hechos, ¿por qué crecimos tanto en una etapa y caímos, en términos relativos, luego tanto? Las mejores explicaciones que tenemos surgen de analizar los cambios en la cultura y en las instituciones.

Desde el punto de vista cultural se produjo un giro copernicano en la forma de pensar de nuestros intelectuales, políticos y, también, del uruguayo medio. De la mentalidad emprendedora, la cultura del esfuerzo, el trabajo y el ahorro, la confianza en el progreso por la superación personal, pasamos en unas décadas a la dependencia del Estado, la dádiva oficial, la búsqueda de privilegios legales, la mediocridad hecha norma. En lo institucional el retroceso no fue menor. Nuestras constituciones dejaron de enfocarse en las formas republicanas y los derechos individuales, para incorporar instituciones corporativas de gobierno y hasta ridiculeces como el monopolio del agua. De leyes que daban libertad y oxígeno a la economía como la Ley Massini de 1838 de libertad de tasa de interés o las leyes de Tomás Villalba de libertad comercial (1861) y bancaria (1865) pasamos a la asfixia de los controles de precios, cambios, regulaciones paralizantes, monopolios públicos, entre otros.

Una forma de ejemplificar cómo cambió la forma de pensar es seguir la involución de la cátedra de Economía Política de la Universidad de la República. En la etapa de su creación por 1860, brillaron en la defensa de la Libertad Carlos de Castro y Francisco Lavandeira, pero ya hacia comienzos del siglo XX, la había ganado el proteccionismo y estatismo con Eduardo Acevedo y Carlos Quijano.

Este es el punto de quiebre que los uruguayos debemos comprender para explicar cómo pasamos de un país exitoso y pujante, a uno que duerme la siesta de la mediocridad. El giro cultural de fines del siglo XIX y comienzos del XX es el que nos sumergió en el páramo en que aún hoy chapoteamos. El día que lo entendamos comenzaremos a promover los cambios culturales e institucionales que nos llevarán a reencontrarnos con el futuro extraordinario al que el Uruguay estaba (¿y estará?) destinado.

El giro cultural de fines del siglo XIX y comienzos del XX es el que nos sumergió .

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