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El conflicto por las Malvinas

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HEBERT GATTO

Nadie medianamente informado debería dudar que la República Argentina tiene sólidas razones a su favor en el conflicto con los británicos por las islas Malvinas, Marshall y Georgias del Sur. Despojada sin ninguna justificación de dichos territorios en 1833, a los que había accedido como legítima heredera de España en la región, Argentina no cejó de reclamarlos durante toda su historia, sin aminorar sus peticiones en ningún momento del larguísimo pleito.

La Asamblea General de las Naciones Unidas sugirieron negociar el diferendo, emitiendo dos resoluciones relevantes: la 1514, del 14 de diciembre de 1960, instando a dialogar e insistiendo que pretender quebrar la unidad de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta, sin perjuicio de tutelar "los intereses de la población de las islas Malvinas". Y la 2065, reiterando las negociaciones y recordando los "intereses" de los habitantes. Ante la insistencia internacional las partes aproximaron posiciones manejando el condominio transitorio (año 1974), o un reconocimiento expreso de la soberanía argentina con posterior arrendamiento a Inglaterra, en 1980. La diferencia estriba en que mientras Argentina interpretaba que los "intereses" de los isleños requeridos por Naciones Unidas, no referían a su voluntad de continuar bajo bandera británica al tratarse de una población trasplantada, Inglaterra entendía lo contrario.

Como es sabido, la convergencia entre ambos se quebró súbitamente con la patética guerra comenzada por la Junta Militar argentina en 1982, a partir de la cual los ingleses rehusaron toda negociación alegando la voluntad y derechos soberanos de los tres mil habitantes del archipiélago. Un argumento controvertible pero respetable.

Ahora en un clima de exaltado nacionalismo similar al de la guerra, un grupo de preocupados intelectuales argentinos de primera línea acaba de publicar un documento donde, sin desconocer los derechos argentinos, procuran no volver a las funestas apelaciones castrenses a la "causa Malvinas", "el territorio irredento" "la cuestión de identidad" o "el honor nacional" y llaman al diálogo a los involucrados, incluyendo a los malvinenses. Dado que, sostienen, respetando "los tratados de derechos humanos incorporados a la Constitución de 1994, los habitantes de Malvinas deben ser reconocidos como sujetos de derecho" No reputándose en absoluto válido desconocerlos con el problemático argumento de retornar a una situación de hace dos siglos, "cuando la Patagonia no estaba aún bajo dominio argentino". Ni menos resulta aceptable el espíritu de "agitación nacionalista impulsado por ambos gobiernos."

Concluyen reiterando que los firmantes, como miembros de una sociedad de inmigrantes plural y diversa, "no consideramos tener derechos preferenciales que nos permitan avasallar los de quienes viven y trabajan en Malvinas desde hace varias generaciones, mucho antes de llegar al país algunos de nuestros ancestros".

El documento es un llamado a la razón y honra a quienes lo suscriben; no resulta fácil remar contra la corriente ni oponerse al nacionalismo irracional que estos climas suscitan. Ya se conocen las primeras reacciones de los peronistas radicales, patoteros cuando tienen razón y doblemente tales cuando no la tienen. De "cipayismo básico" lo calificó Aníbal Fernández.

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