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La interesante obra de un artista refugiado en Melo

Viroga. Pinturas y esculturas componen su nueva muestra

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JORGE ABBONDANZA

Una exposición de pintura y escultura titulada "Blancos, negros, grises", del uruguayo Pablo Viroga, puede verse en el Espacio Cultural Contemporáneo de Plaza Independencia 737, entre Ciudadela y Juncal.

A primera vista, el efecto que producen las obras de Viroga es similar a lo que ocurre con las de Rauschenberg. Son collages de trozos de papel sobre tela, combinación de pintura y fotografía, cromatismo severísimo, profusión de imágenes que se desdibujan a la distancia aunque resurgen cuando se aproxima el ojo. Esos trabajos reunidos bajo un título riguroso, permiten al artista desafiar al público a través de siluetas que son al mismo tiempo la materia y el fantasma de la figura humana, esponjadas por un trasluz irónico y a veces parodial, que invita a observarlas sin someterse a ninguna sombra de dramatismo o trascendencia. Por eso (por la aparente levedad de las composiciones) la revelación posterior tiene doble impacto, cuando la mirada explora un poco la malla de cada pieza y descubre muchas cosas, todas ellas gratificantes.

Descubre por ejemplo el vínculo entre las figuras y la historia que cuentan esas obras, donde un libro parece abrirse para desplegar una biografía, una valija encierra estampas que pueden ilustrar el pasado, un enorme bandoneón se desdobla para que en sus pliegues asome el álbum de varios rostros que comparten seguramente la memoria del instrumento. En otros casos, un cuarteto de hombres se protege con escudos que son también la jaula donde surgen formas apenas insinuadas, como si esas pantallas defensivas reflejaran también el interior de los personajes. De pronto, la paleta de blancos, negros y grises se interrumpe para que la melena de una mujer se eleve en un pequeño estallido de rojos, verdes y azules, que por oposición resalta doblemente la austeridad circundante.

La presencia femenina persiste en otros retratos vecinos, donde un gato casi transparente se encarama a una cabeza coronándola como un penacho y la Gioconda puede alegrarse con la presencia del pájaro detenido sobre ella. Con el sello de un suave humorista, Viroga toma el pelo a sus semejantes, pero además dice unas cuantas cosas acerca de ellos, y hasta comenta los temas de su pintura en referencias socarronas, como sucede en el cartel que cuelga del muro de una de las obras y contiene fragmentos de otras, insinuando que están destinadas a colgar de otros muros.

Después de recorrer las historias, una ojeada más cercana delata presencias menores, como una población de segundo plano que ayuda a sumergirse en esas superficies cruzadas por trazos y esgrafiados a veces tan finos que no resultan fáciles de rastrear. La cercanía demuestra asimismo el virtuosismo con que el artista resuelve los cuerpos de una amplia zoología, esbozados a veces por líneas apenas visibles que se codean con pinceladas sueltas y veloces, de notable expresividad, y que se mezclan con retazos fotográficos o papeles superpuestos en un haz de recursos donde consta la envidiable libertad formal que se permite y el olímpico dominio de los medios que emplea.

Esa maestría se extiende a dos únicas piezas escultóricas de madera, metal, tela y alambre, regidas por la poderosa verticalidad de sus figuras maniatadas y amordazadas, cuya síntesis de diseño resulta tan cautivadora como su carga de significados. Ese par de columnas humanas que a Hugo Nantes le habrían gustado mucho, merece como el resto de la muestra una observación larga y minuciosa, aunque el consejo es inútil porque el interés de esos trabajos se encarga por su cuenta de retener la atención de la concurrencia. Nacido en 1963, Viroga se formó con Carlos Llanos y tiene a esta altura una trayectoria internacional, con exposiciones en Francia, España y Argentina, pero además con aportes al diseño gráfico, el cine y los espectáculos de danza contemporánea. Actualmente vive en Melo, lejos de ese mundanal ajetreo, de modo que su distanciamiento geográfico debe combinarse con su experiencia itinerante para que se obtenga el resultado de su pintura y su escultura de hoy, que es algo a tomar muy en cuenta, mientras el artista saluda desde su discretísimo autorretrato al pie de uno de los cuadros.

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