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Una ficción que remite al nacimiento de una nación

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ARTIGAS - LA REDOTA

ficha

Uruguay/Brasil/España 2011. Dirección: César Charlone. Guión: César Charlone, Pablo Vierci. Fotografía: Fabio Burtin, César Charlone. Música: Luciano Supervielle. Montaje: Daniel Rezende. Sonido: Fabián Oliver. Dirección de producción: Micaela Solé. Vestuario: Alejandra Rosasco. Producción: José María Morales, Sancho Gracia. Intérpretes: Jorge Esmoris, Rodolfo Sancho, Franklin Rodríguez, Gualberto Sosa, Daniel Díaz, Nelson Lence.

GUILLERMO ZAPIOLA

En primer lugar corresponde aclarar lo que esta película no es. No es una biografía de Artigas, una narración que abarque la trayectoria de ascenso y caída del héroe hasta su exilio en Paraguay. Tampoco es, siquiera, "una historia de Artigas" en el sentido de que cuente un episodio real de su vida. El equivalente impreso de esta Redota no es lo que han escrito sobre el personaje desde Carlos María Ramírez o Zorrilla de San Martín hasta Jesualdo, los varios redactores del clásico Artigas de El País, el equipo Reyes Abbadie/Bruschera/Melogno, Ana Ribeiro o Mario Cayota, sino Eduardo Acevedo Díaz o Eliseo Salvador Porta. Es una "película histórica" en el mismo sentido en que se emplea el término "novela histórica". Es decir, una ficción.

Por supuesto, es una opción válida, y permite a sus responsables apuntarse algunos de sus más notorios aciertos. Es una buena idea, por ejemplo, intermediar su escueta anécdota (un asesino, a cargo de Rodolfo Sancho, enviado al Ayuí por Manuel de Sarratea en 1812 para asesinar a Artigas/Jorge Esmoris) a través de la mirada de Juan Manuel Blanes (Yamandú Cruz), a quien el dictador Máximo Santos (Franklin Rodríguez) encargó la pintura oficial del héroe que cuelga desde entonces en todas las escuelas y oficinas públicas del país. Tan ficticio como el asesino Sancho (pero también una buena idea visual) es el libro de bocetos en el que éste habría dibujado el universo artiguista, y que sirve a los efectos narrativos del film: funciona como fuente de inspiración para Blanes, y escamotea lo principal. La página en la que el sicario debió recoger la imagen de Artigas está en blanco. El pintor debe inventar, y se lo manipula en una determinada dirección.

A la película en sí misma corresponde aplicar una de cal y una de arena. Está bien la construcción en "flashback" a partir de Blanes, está bien la pintura de las tensiones internas (y la reiteración del tema de la traición) que envuelve al personaje de Artigas (no en vano terminó en Paraguay), está particularmente bien el universo visual que el director Charlone, que es sobre todo un gran fotógrafo y que aquí lo hace notar en casi cada encuadre, consigue levantar en torno o detrás de su historia. En un país donde la recreación cinematográfica del pasado más bien no existe (a lo sumo surgen en la mente el prehistórico Desembarco de los 33 Orientales, 1952, de Miguel Melino; Gurí, 1980, de Eduardo Darino, o Mataron a Venancio Flores, 1982, de Juan Carlos Rodríguez Castro), la casi permanente convicción de su recreación física de unos tiempos extinguidos es una proeza.

En vestuario, decorados, objetos y costumbres, el film convence casi siempre. Algún anacronismo es probablemente consciente y puede disculparse como "libertad poética" (¿cómo diablos conocía Sarratea en 1812 la frase "Mi autoridad emana de vosotros..." que Artigas pronunció en abril de 1813?). Algún otro (el Padrenuestro rezado en la traducción post-Vaticano II) es un error disculpable e irrelevante.

Son más serias las objeciones a la irregularidad dramática del resultado. Es interesante el costado "conradiano" del film (la referencia a El corazón de las tinieblas es inevitable), con ese asesino enviado a matar a alguien con quien se va identificando de a poco. Pero para entender el punto alcanzaba algún juego de miradas, o el momento de reflexión silenciosa en que el personaje contempla de lejos (y empieza a revalorizar) a su presunta víctima.

Sobran en cambio las pinceladas "psicológicas" en torno a un amor perdido (sobreimpresos de la mujer lejana, una insistida voz en "off", imágenes deformadas y presuntamente alucinatorias), y sobra especialmente un doble interludio sexual en montaje alterno que no aporta nada a la comprensión de los personajes y la trama. Eso, y el discurso tan obvio, tan políticamente correcto, tan moderno, de Esmoris/Artigas sobre la utopía, está entre lo más torpe del film.

Contra todo justificado temor previo, Esmoris funciona razonablemente como Artigas. Y con sus semisonrisas, el brillo en la mirada y sus ensayos ante el espejo, Yamandú Cruz es un Blanes superior. Sancho, en cambio, es buen mozo y dramáticamente limitado, pero no es seguro que en su caso un actor más eficaz resolviera algo. Allí los problemas son de dirección y de libreto.

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