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Secuestros y asesinatos

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La otra cara de la trayectoria de los tupamaros -que en sus comienzos algunos compararon con unos Robin Hood o con gente como Pancho Villa, Jesse James o Martín Aquino, aunque nunca se supo que distribuyeran entre los pobres ni un kilo de yerba de las mercaderías robadas en los Almacenes Manzanares, ni una sola de las libras o de los lingotes de oro robados a la familia Mailhos-, está conformada por una serie de secuestros y asesinatos cuyo recuerdo también se ha omitido en algunas versiones amables o tendenciosas de lo que fue el terrorismo nacional, volcadas en publicaciones que tuvieron a su cargo algunos estudiosos del pasado reciente.

El juez de Instrucción Daniel Pereyra Manelli en julio del año 1970 (presidencia de Pacheco Areco) fue el primer secuestrado, siguiéndole a los tres días un asesor de la embajada de Estados Unidos, Dan Mitrione y el cónsul brasileño Aloysio Dias Gomide, y un poco más tarde, el ciudadano norteamericano, Claude Fly (liberado tras pagarse un rescate de un millón de dólares); el embajador británico Geoffrey Jackson, el fiscal de Corte Guido Berro Oribe; Gaetano Pellegrini Giampietro del Banco Francés e Italiano y miembro del Directorio de los diarios La Mañana y El Diario; el comisario Morán Charquero y Ulises Pereyra Reverbel, al que secuestraron y drogaron en dos oportunidades, sepultándolo vivo en la denominada "Cárcel del Pueblo" ubicada en una finca de la calle Juan Paullier. Desde allí, se lanzaron sin piedad contra la sociedad civil, secuestrando al industrial Ricardo Ferrés, al exministro Carlos Frick Davies, a los empresarios Jorge Berembau, Luis Fernández Lladó y Sergio Molaguero, y al Dr. Alfredo Cambón, llegando a decirse en su momento que por la liberación de algunos también se cobraron cuantiosos rescates.

Ni los periodistas se vieron libres de esa avalancha, ya que en agosto de 1972, se secuestró al Redactor Responsable del diario El Día José Pereira González en un ambiente de caos dentro del cual debe incluirse el presunto rapto de Michele Ray, esposa del cineasta Costa Gavras, que muchos consideraron una farsa para publicitar la acción de los delincuentes. Incluso, debe considerarse como un ataque a la Nación, a los uruguayos todos, el robo de la bandera que los Treinta y Tres Orientales alzaron en la Playa de la Agraciada un 19 de abril de 1825, que lamentablemente no les fuera reclamada a sus camaradas por el presidente Mujica cuando devolvió, no hace muchos meses, una bandera de los terroristas que se le entregó en un establecimiento militar.

La lista de asesinatos no es más breve pudiendo hacerse a partir del atentado contra el Bowling de Carrasco, que entre otros dejó dos muertos; la vejación y el asesinato de Dan Mitrione, muerto por cuatro balazos en un auto, con las manos atadas a la espalda; el del comisario Morán Charquero; el de un agente de la Guardia Republicana Carlos Zembrano, el del agente Armando Leses; el de Acosta y Lara, Delega, Leites, Goñi y Motto; el de Artigas Álvarez, hermano de Gregorio Álvarez; el de los modestos soldados Saúl Correa, Ramón Ferreira, Osiris y Gaudencio Núñez, baleados en un jeep mientras custodiaban la casa del comandante del Ejército; el de dos policías en el copamiento de Soca; el del teniente Braida y el acto de barbarie que fue la muerte de Pascasio Báez, un modesto peón rural de Pan de Azúcar al que aplicaron una inyección letal por haber encontrado, accidentalmente, una tatucera ("refugio construido bajo tierra que servía de escondite y lugar de aprovisionamiento a quienes realizaban acciones guerrilleras"). Su cuerpo apareció recién seis meses más tarde, y como se recuerda en una de las entregas de la Historia reciente que publicara El País, al padre de Pascasio el dolor le hizo perder la razón.

Por ellos, en defensa de sus derechos humanos y los de sus familiares, no fue organizada ninguna marcha de silencio ni pudo verse una jueza parada en una esquina; ni se hicieron planteamientos ante organismos de la OEA, ni -y esto es lo peor- nadie pagó con cárcel por los crímenes cometidos.

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