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Los indignados

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Juan Martín Posadas

En España ha estallado un movimiento espontáneo, sazonado con la algarabía propia de los madrileños, que empezó con la ocupación de la Puerta del Sol. Se llaman a sí mismos los indignados.

En España no faltan hoy motivos de descontento: hay cinco millones de desocupados, pero no es gente sin trabajo sino gente que tenía trabajo, sueldo, seguridad y ahora ha perdido todo eso. Este movimiento, que ahora se ha extendido a otras ciudades, tiene ciertas características que van a determinar su futuro y su desenlace final. No tiene liderazgos definidos y hacen cuestión de no tenerlos; hablan de horizontalidad, palabra consagrada y de altísima valoración pero de difícil traducción a una práctica operativa. Rechazan la identificación con los partidos existentes pero descartan expresamente formar uno nuevo (tiene algo del "que se vayan todos" de la Argentina del 2000). Y lo más llamativo es que no plantean una propuesta específica: están enojados, gritan su bronca contra el gobierno, contra los políticos, los banqueros, la corrupción, el mundo financiero, el desempleo pero, ¿qué proponen?

El gobierno no sabe cómo encarar el asunto: los va dejando que sigan en esa especie de romería sin intervenir ni desalojarlos. Los dirigentes de la oposición no dicen nada, parecen igualmente desconcertados. Algunos de esos jóvenes indignados han dado una descripción de sí mismos que permite intuir qué creen ellos mismos del fenómeno colectivo que han formado. Se comparan con los estallidos espontáneos que están cambiando la faz del mundo musulmán. A muchos periodistas les ha gustado la comparación y la han hecho suya. Me parece que lo único que tienen en común esos movimientos es el método de convocatoria, espontáneo, inorgánico y multiplicado a través de las redes electrónicas (algo que, para un uruguayo de mi edad resulta asombroso, aunque me sospecho no sea tan novedoso: la campaña electoral de Obama ya tuvo mucho de eso).

El jolgorio que vemos en los informativos internacionales, con gente cantando en la plaza, otros pasando la noche envueltos en sobres de dormir, otros arengando micrófono en mano, otros con guitarra y entonando cantos, todos con ropa limpia y cutis rozagante no tiene parentezco alguno con el padre de familia tunecino, a quien las autoridades le quitaron su balanza y le negaron el permiso de vender verduras en la calle, lo que lo llevó, en su desesperación extrema, a prenderse fuego y despertar, sin proponérselo, el incendio que derrocó al tirano de su país. Los indignados de España están pasando mal, pero es otra cosa.

Hay quienes, en cambio, comparan este fenómeno con el mayo parisino del 68. Quizás este paralelismo sea más apropiado, pero deberán recordar que el mayo francés, más allá de una colección de grafitis ingeniosos, dejó pocas transformaciones reales.

Los indignados españoles no quieren transformar España, quieren que alguien les devuelva lo que tenían: tarjeta de crédito, trabajo de 8 horas, vacaciones en Marbella. No digo que no tengan derecho, pero me parece que su problema no es tanto de bolsillos vacíos cuanto de sueños perdidos.

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