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Detrás de la historia: 3 tripulantes del Graf Spee se casaron con 3 hermanas uruguayas

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Se ha escrito mucho de la Batalla del Río de la Plata acaecida a la vista de Punta del Este y del final del acorazado nazi Almiral Graf Spee el 13 de diciembre de 1939, frente a la costas de Montevideo, una ciudad que no tenía conocimiento de la guerra mundial más que a través de telegramas de las agencias y que ese día tuvo la posibilidad de apreciar una de sus terribles alternativas, aunque desde lejos y sin riesgos, como si se tratara de una escena de cine. De lo que poco se ha hablado es del patio trasero de aquel enfrentamiento naval, de las historias casi desconocidas de los marineros alemanes que fueron asistidos sanitariamente en nuestros hospitales, que aquí fueron internados por razones de seguridad, que como prisioneros vivieron una extraña prisión criolla con pasajes de comedia y que, en muchos casos, terminaron rehaciendo sus vidas, casándose con oriundas de este país y quedando acá para siempre. Este es uno de esos curiosos relatos que enlaza a tres tripulantes del barco de guerra hundido, con otras tantas hermanas hijas de un ingeniero alemán, llegado a estas tierras para instalar las grúas del puerto recién compradas.

Por la época, por sus características, suena como una de las tantas historias de inmigrantes, pero no obedeció estrictamente al común de esas reglas. El ciudadano de referencia llamado Pablo Claas no vino de las zonas montañosas de Italia o de España ahuyentado por la pobreza. Tampoco su intención era quedarse acá para siempre. En realidad se había atrevido a llegar hasta esta tierra absolutamente ignorada (uno de sus compañeros de viaje desembarcó con casco y ropa de safari, rifle y botas altas por temor a las víboras) atraído simplemente por un buen contrato que lo tendría atado por dos años. Luego su propósito era regresar a Alemania a continuar con su vida. No tenía otras intenciones cuando se embarcó con su señora a bordo del buque Cap Finisterre, el mismo 10 de abril de 1912 en el que desde Southampton hacía lo propio el Titanic iniciando el famoso viaje que habría de conducirlo a la catástrofe. Los primeros pasos del ingeniero Pablo Claas en Montevideo fueron especialmente reconstruidos por su hija Lotte en su apartamento de la calle Veintiuno de Setiembre donde vive desde hace años con su esposo Federico Adolph, uno de los pocos sobrevivientes de la Batalla del Río de la Plata que todavía continúan en pie.

--Papá llegó acá el 30 de abril de 1912 contratado por la DEMAG la fábrica que hizo las primeras grúas arribadas al puerto y su misión era la de dirigir su colocación. Tenía la obligación de quedarse dos años, pero cuando llegó 1914 todavía faltaba alguna por armar y al estallar la primera Guerra Mundial no pudo regresar a Alemania por más que ésa era su voluntad. Quedó acá hasta que murió. En 1919 lo designaron Jefe de Varadero y Talleres de la Administración Nacional de Puertos donde llegó a tener ochocientos empleados y obreros a su cargo. Allí trabajó hasta que se jubiló en 1943.

El ingeniero Claas trabajó en el puerto durante treinta y un años sin aceptar licencias. En los primeros tres armó las treinta y siete grúas de la empresa DEMAG algunas de las cuales todavía existen. Ocho de ellas fueron arrasadas por el terrible temporal de julio de 1923 y tuvieron que ser vueltas a levantar. En 1926 fue el encargado de reconstruir el pabellón del club Guruyú. Para ese tiempo ya se había acriollado totalmente e incluso había aprendido a tomar mate. Todavía no imaginaba que tres hijas suyas habrían de casarse con tres marineros de uno de los buques insignia de la armada alemana. En 1943, rotas a causa de la segunda Guerra Mundial las relaciones diplomáticas de Uruguay con Alemania, no le resultó cómodo seguir con su trabajo. Al jubilarse pasó a ocupar una casa en la calle Bompland cuya construcción fue dirigida por él mismo.

--En realidad mi padre hizo de todo, hasta construir una grúa para bajar la estatua ecuestre del general Artigas del barco que la había portado.

--¿Cómo fue ese episodio?

--En el año 1922, existía una comisión integrada por los ingenieros Iglesias y García de Zúñiga, el poeta Juan Zorrilla de San Martín y el doctor Eduardo Blanco Acevedo, encargada de planificar la colocación de la estatua de Artigas esculpida por Angelo Zanelli en Italia, en el centro de la Plaza Independencia. Esta comisión encomendó a mi padre la difícil tarea de trasladarla porque venía fraccionada en cajones uno sólo de los cuales pesaba dieciocho toneladas y sacarla de la bodega parecía imposible. Papá mandó hacer una chata de hierro muy fuerte y construyó un sistema de lingas de acero y poleas para levantarla. En pedazos fue llevada hasta su actual emplazamiento. Allí se encontraba la base, pero a efectos de conservar la sorpresa, todo el lugar había sido tapado con lonas. Lograron subir el caballo de a trozos y por último había que soldar al general a la montura. Mi papá contaba siempre que el primero en subirse al caballo, antes que el propio Artigas había sido él. Luego le puso las banderas y al día siguiente el Presidente de la República doctor Baltasar Brum procedió a su inauguración.

--Luego hizo lo propio con el Monumento al Gaucho.

--Sí señor. En 1927, el propio escultor José Luis Zorrilla de San Martín vino a casa a buscarlo. Realizó las mismas traeas que con la estatua de Artigas y pudo entregar la cuerda que servía para descubrir las banderas en la propia mano del Presidente Juan Campisteguy.

--Cuénteme la historia del casamiento suyo y el de sus dos hermanas con los tres tripulantes del Almiral Graf Spee.

--Esto ocurrió en 1945, a seis años del hundimiento del acorazado. Las tres hermanas nos casamos el mismo día. Uno de mis cuñados falleció pero mi hermana y yo llevamos cincuenta y cinco años de casadas.

--Tratemos de traer al presente el relato desde el principio. ¿Al hundirse el barco que pasó?

--Los heridos fueron internados en diversos sanatorios. Algunos en el Italiano, la mayoría en el Hospital Militar. Eso fue un domingo. El martes de la Embajada Alemana comunicaron a los residentes que en lo posible enviaran personas a visitarlos. Una de mis hermanas, dos amigas y yo fuimos de inmediato. En el Hospital Militar no había nadie y ninguna de nosotras quería pasar primero. Mi hermana me empujó y yo entré a la fuerza en medio de las miradas de aquellos cuarenta y ocho heridos. No le puedo decir el susto que teníamos. Yo me metí en el primer pasillo a la derecha y allí en la cama 1 se hallaba Adolph. Estaba horrible, todo blanco y al borde de la muerte. Tenía una herida en un brazo y una pierna a la miseria, pero no podían amputar porque ya no tenía casi sangre. A mí me dio pena y me quedé con él aunque me aconsejaron que no le hablara mucho. Mi hermana siguió hasta la cama 7 y conoció a otra persona.

--¿Cómo había sido herido?

--Mi marido es tornero mecánico y sus funciones en el Graf Spee se desarrollaban en la máquina. Al empezar la guerra precisaban artilleros antiaéreos y lo pasaron a la torre. Pero en realidad al empezar el enfrentamiento contra los cruceros británicos Ayax, Achiles y Exeter, se dieron cuenta que éstos no contaban con aviones de apoyo pero aún así fueron alcanzados por una bomba que a sus dos amigos les trozó las extremidades. Adolph quedó herido en un brazo, tuvo fractura de pierna y los músculos de ésta le quedaron al descubierto. Al terminar el ataque pensó que el médico de a bordo lo iría a operar pero le dijeron que no tenía tiempo porque había otros lastimados que estaban mucho peor. Y al llegar al Hospital Militar tampoco lo enyesaron ni le hicieron transfusiones porque estaban seguros que se moriría. Recién unos días después cuando vieron que mejoraba le dieron sangre y lo enyesaron pero con tanto apuro que le quedó la pierna torcida para siempre.

--¿Siguió visitándolo?

--Sí, un poco por lástima. Ibamos los días de visita de dos a cuatro. El día de Navidad él con su pierna enyesada y su amigo, aquél que había conocido a mi hermana vinieron a casa en taxi. La verdad es que no éramos novios ni nada parecido y mi hermana tampoco, pero papá y mamá los aceptaron como hijos. Cuando los dieron de alta en el Hospital Militar, la embajada los trasladó a una quinta.

En 1995, el artillero del Graf Spee Federico Adolph confirmó estos y otros detalles en un reportaje concedido al semanario Búsqueda.

"El día del ataque de los barcos británicos vivimos escenas espantosas. Dos compañeros apostados a medio metro de donde estaba yo, que era el encargado de un cañón antiaéreo, saltaron por el aire y dejaron sus piernas en el suelo, dentro de las botas. A un oficial de apellido Kriegard le cercenaron los dos pies y murió desangrado. A mí la metralla me fracturó una pierna y me hirió en un brazo pero nadie me atendía porque los médicos concentraban su trabajo en los más graves. Como pude me bajé de la torreta y al llegar a la cubierta perdí el sentido. Cuando lo recobré me habían atado a una camilla y estábamos enfilando a Montevideo. (...) En un primer momento, con el pretexto de serias averías en la nave que en realidad no eran tan graves, solicitamos quedarnos quince días en el puerto para que nos redujeran la estadía aunque fuera una semana. Era una forma de negociar. Pero del otro lado estaba Millington Drake un diplomático habilísimo que hizo imponer la fuerza de los tratados. Se nos concedió el plazo normal y nos tuvimos que ir. En esas horas vino la orden directa de Hitler de destruir todos los dispositivos secretos del buque y luego hundirlo. En la mañana del 15 de diciembre, trescientos de nuestros marineros y oficiales acompañaron al Cementerio del Norte a los treinta y seis muertos en la batalla y una cantidad similar entre los que me encontraba yo, quedó hospitalizada. (...) La orden de destruir todo era inapelable. Así que estando el Graf Spee en puerto y mientras algunos operarios simulaban reparar la cubierta, personal técnico se dedicó a deshacer con dinamita, a martillazos o como fuera, todos los mecanismos secretos que habían hecho de nuestro barco un prodigio de ingeniería. A esos efectos pusieron escuchas en el puerto para que vigilaran que los ruidos no fueran demasiado evidentes. De esa manera logramos burlar a los espías de Millington Drake. Cuando no quedó nada más para destruir el Graf Spee volvió a hacerse a la mar, pero ya era un casco vacío. Al llegar a aguas jurisdiccionales, nuestros muchachos hicieron volar lo que quedaba que era casi en su totalidad, material inútil para el espionaje. Sesenta técnicos nuestros trabajaron en esas tareas. De los tripulantes algunos fueron embarcados en lanchones y llevados a la Argentina. Muchos prefirieron quedar acá y no regresar a Alemania. Quien tuvo un triste fin pero muy digno fue el capitán Langsdorff. Era un hombre de honor y no pudo sobrevivir al hundimiento del barco a su cargo. Quiso morir junto con la nave pero no se permitieron. Luego se mató en Buenos Aires. (...) En aquellos días, la adaptación al medio uruguayo no nos resultó sencilla. Existía una propaganda por diarios y radios que nos presentaba ante la opinión pública como bestias salvajes capaces de cualquier crimen. Las personas que nos reconocían por la calle se apartaban espantadas como si las fuéramos a agredir. Felizmente poco después la Embajada Alemana alquiló una quinta grande en la calle Timote 4600 casi Emancipación y allí nos trasladaron a todos. Estaba en muy mal estado pero logramos reconstruirla fabricando hasta los muebles. En esa quinta comenzamos a acriollarnos. Aprendimos a armar tabaco, a jugar al truco, a tomar mate y a hacer asados. Algunos cultivaban la tierra, otros criaban aves, otros elaboraban vino, otros eran los encargados de las reparaciones y la carpintería. Hasta una orquesta teníamos con violín, piano, guitarra y acordeón. Esto que le voy a decir parecerá cuento, pero el primer año hicimos dos mil litros de vino casero que vendimos a los vecinos a treinta centésimos el litro para comprar cerveza. (...) También formamos un equipo de fútbol y jugamos campeonatos en una canchita de Nuevo París..."

--En esa situación primero trágica y luego de separación absoluta no debe haber sido fácil ennoviarse.

--Bueno... mientras se arreglaba el edificio de Timote algunas familias alemanas llevaron a los muchachos a vivir con ellas. Papá y mamá tenía dos piezas libres, las arreglaron y trajeron a nuestros amigos a casa. De estar tanto juntos, nos arreglamos muy pronto. Mi otra hermana demoró un año más. También le había gustado el muchacho cuando lo había visto en el mismo Hospital Militar, pero era más chica. Nosotros no sabíamos de su noviazgo pero como era panadero, el día que mi mamá cumplió años, mi hermana lo trajo a casa a amasar berlinesas y otras especialidades y ahí nos enteramos.

--¿Las visitas eran muy rigurosas?

--Ibamos a la quinta de la calle Timote tres veces por semana con un permiso especial de la Embajada de España que atendía los intereses de Alemania. De esa manera fue pasando el tiempo y en el año 43 decidimos comprometernos las tres juntas el mismo día. Compramos los anillos, unas masas para festejar y marchamos a la quinta. Al llegar nos llamaron la atención varios coches de la policía. Justo ese día el gobierno había resuelto mandarlos a todos a Sarandí del Yi. Parece que en Timote había demasiada jarana. (se ríe) Así que ni siquiera pudimos celebrar nuestro compromiso. Regresamos a casa con los anillos, las masitas y unos conejitos que mi novio criaba.

"En realidad" --dijo Federico Adolph en el reportaje antes mencionado-- "los policías que nos custodiaban pronto se hicieron compinches nuestros. No podíamos salir pero llegamos a un arreglo económico. Entregábamos cincuenta centésimos y nos escapábamos durante ocho horas, hasta el cambio de guardia. Un día uno de los agentes se entusiasmó tanto jugando al truco que se dejó olvidado el revólver de reglamento y tuvo que volver a buscarlo. Todo esto duró hasta que Uruguay rompió relaciones con Alemania, en agosto del 43 y el embajador tuvo que irse. Entonces debido a nuestra "peligrosidad" nos internaron en el cuartel de Sarandí del Yi donde todo fue más restringido. Sólo podíamos hablar con los oficiales y disponíamos apenas de una salida semanal de ocho horas acompañados de un custodia. Pero de inmediato entró a funcionar la propina y éstos nos dejaban en libertad siempre que estuviéramos a determinada hora en un boliche para regresar juntos y no despertar sospechas. La verdad es que muchos de nosotros teníamos novia."

--Ahí ustedes tuvieron que inventar nuevos métodos para verlos.

--Viajábamos hasta allá los sábados. Las tres hermanas nos quedábamos a dormir en la casa de una señora muy buena que nos ponía unos colchones en el suelo y a las siete de la mañana hacíamos una hora de caminata para ir al cuartel. Salíamos con nuestros novios y de tarde tomábamos el tren de regreso. Era todo un sacrificio pero no podíamos dejar escapar a lo que tanto trabajo nos había dado conseguir (se ríe).

--¿Cuándo pudieron casarse?

--Dos años después, en 1945. Hicimos un trámite en el Ministerio de Relaciones Exteriores y nos otorgaron el permiso. En realidad no hubiera hecho falta porque la guerra había terminado y no tenía objeto que los tripulantes del Graf Spee estuvieran soportando un régimen de prisión cuando en Europa los soldados alemanes andaban por la calle. Quince días después, un 30 de junio, las tres hermanas nos casamos juntas.

--Pero antes tuvieron otro problema.

--¡Ni me lo haga recordar! Fuimos a casarnos por lo civil al juzgado y cuando terminó la ceremonia la persona que los custodiaba nos pidió perdón y dijo que sus órdenes eran que los tres debían volver al cuartel de Sarandí del Yi. Le dijimos que eso era una barbaridad, que teníamos citado al pastor en casa, la gente invitada y la fiesta pronta. El hombre se portó muy bien, como todas las personas de aquella época. Hizo cien llamados por teléfono a todos lados, incluyendo el despacho del Ministro y les dieron veinticuatro horas más de permiso para que pudiéramos casarnos. Pero el lunes de mañana temprano estaba el jardín de casa lleno de policías y había un patrullero esperando para llevárselos de nuevo. Tiempo después la situación se normalizó. Pero entretanto tuvimos que seguir yendo de visita al cuartel. Estaban los del Graf Spee en un galpón y en otro los del Tacoma. Lo peor para ellos era la comida porque siempre les hacían unos guisos de oveja que no podían tragar, pero cuando llegaron los prisioneros del Tacoma, el cocinero de este último barco, les hacía unas comidas riquísimas al estilo alemán. Al final este hombre cocinaba para todo el mundo y los soldados uruguayos comían lo que él les hacía.

--¿Cuántos alemanes sobrevivientes de aquellos años quedan vivos?

--En Las Piedras está el único del Tacoma que sigue con vida, un señor Johannson, que es muy bien. De los tripulantes del Graf Spee quedan mi marido, mi cuñado casado con mi hermana mayor y otro cuyo nombre no recuerdo que está viviendo en Piriápolis. Son los únicos tres. Pero sus memorias ya no son tan fuertes. Es necesario seguir escribiendo sobre aquel episodio en el que el Uruguay vivió la guerra tan de cerquita para que las cosas no se olviden. No solamente la parte bélica en sí misma sino todas las secuelas, como ésta que le acabo de contar.

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